viernes, 31 de mayo de 2013

El cuarto propio de Anne

"Tengo una habitación propia. La lluvia cae sobre ella", escribe Anne Sexton. Con estos versos se inicia la lenta detonación de uno de los poemas que incluye su antología en el sello Linteo.
Anne Sexton. Su poesía completa ha sido
editada por Linteo
Anne nos lleva, a la par pero nunca de la mano, al encuentro de Virginia Woolf y otras mujeres que asumieron el reto de hacer literatura, de contar algo verdadero con esfuerzo, con el sacrificio y la consideración que exige dedicarse en serio al arte. No hay que leer su biografía para saber que Anne tuvo dos hijas. Su poesía da testimonio de esta circunstancia, crucial en la vida de toda mujer, por acomodada que esté entre cojines de plumón o de lana merina, con toda su tribu abriendo la mano y dejándose coger el brazo a veces, o por liviana o volátil que se sienta frente a la experiencia de la maternidad. Que esas madres, haberlas haylas.
En su día, con su habitual lucidez de corte práctico, Carmen Posadas escribió un artículo sobre su desconcierto ante la, a su juicio, excesiva importancia que se da ahora, en nuestro mundo, al hecho de ser madre. No se trata de algo extraordinario, advertía la escritoria, las mujeres han tenido hijos desde el principio de los tiempos y en otros lugares lo hacen al natural, sin terapia ni aceite de rosa mosqueta, ni ninguna clase de instrucciones, guías o ceremonias preparto. Sin aliento épico ni raptos místicos. Dudo que Posadas quisiera restar valor a la figura (esculpida en chicle, diría yo, viendo lo que da de sí) de la madre, solo advertir sobre el exceso de esta maternidad torrencial que nos cala hasta los huesos y nos deja frías para todo lo demás que somos como seres, como mujeres. ¿Hemos dejado de resistirnos? De las diversas facetas que confluyen y pelean en un solo ser, en una mujer, habla la poesía de Anne Sexton.
Lo hace como la niña que fue, a la que coarta su madre y que se encierra a vivir su mundo en el baño. Como la pequeña que incuba, para la posteridad de su poesía, el miedo a la perfecta quietud y el rictus grave de sus muñecas. Como la amante abandonada, doblegada de ternura y de ira hacia una esposa ejemplar. Como la amante en la plenitud de la entrega que dice al final de un poema: Nadie está solo. Como la casada que se quita las esposas para emprenderla furiosa a manotazos con cacerolas y sartenes. Como una mujer con su regla y sus hormonas. Como la madre que llora y que canta, y escribe un himno voluble para ese insospechado sentimiento al que nos arroja un hijo: "Busco himnos sin complicaciones / pero el amor no los tiene", escribe Anne. ¿No es así?
"Mamá y Jack llenan el cielo; ambos endosan / mi feminidad. Cerca de tierra arriba mi barco. / Vine a esta tierra a montar mi caballo, / a tocar mi guitarra, a copiar /sus dos nombres, distintos como girasoles; a conjurar / el pan de cada día, a sobrevivir, /
de algún modo a sobrevivir". Así concluye, con un caballo Lispector, el poema de la habitación propia que la autora de Love Poems habitó bajo la lluvia.
Anne Sexton no va por partes, como nos dice aún algún hombre que lo hagamos, separando el agua clara del aceite de freír, poemas e hijas, emoción e intelecto, amor y piedad, dolor y venganza. Anne escribió con el sudor de su cuerpo y la lucidez siempre a prueba de su mente. Con todo el mundo encima de ese cuarto propio en el que murió joven. Más allá de él vive su poesía, cuchareando (verbo suyo) el agua inmóvil del silencio temeroso y de lo ya establecido, como un Campanu increíble. Ayudándonos a remontar ríos de la única forma que se puede, nadando contra corriente. Aunque a veces haya que dejarse llevar cabeza abajo para no morir en el intento.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Matrimonio con hijas

Una pareja. Una escapada fugaz, sin hijos. Un hotel lejos de la rutina. Son las pinceladas de otro de los relatos que incluye el libro Tierra acostumbrada, de la Pulitzer Jhumpa Lahiri. Como los que ya superamos los 30 hemos crecido con vientos de bonanza y cuentos de hadas, llegados a un punto no sabemos dónde poner freno al ideal, si es viable aspirar a él o deseable mantenerlo en la pared, como un paisaje alpino junto a la cómoda con fotos de familia. Es difícil saber dónde está el umbral que separa lo familiar de lo vulgar y si las ganas de príncipe pueden llegar a compensar el beso a la rana.Cursi como me veis, la cursilería ajena me provoca un acusado picor en la garganta, especialmente cuando en esa manera de sentir asoma, y es algo que ocurre muchas veces, una sensibilidad tan voluminosa como hueca, como la nube de algodón de una noche de feria. La belleza puede ser frívola, no ir más allá de unos ojos, o un patrón antropomórfico como el de Bradley Cooper, pero su impresión es siempre honda cuando el que mira sabe mirar. Aguantar bien la mirada es uno de los mayores retos que afrontamos casi a diario y su fruto puede saborearse en historias como las de Anne Tyler o Jhumpa Lahiri, que llevan la luz sobre la dura realidad con cierta indulgencia, en un examen no exento de esperanza. Lahiri habla del amor en diversas circunstancias, entre padres e hijos, entre amantes, entre culturas distintas, en la encrucijada de un matrimonio real. Ahí conduce el tercer relato que ofrece Tierra desacostumbrada, al principio de este post, a la escapada sin hijas a un acogedor hotel. La razón de esta breve huida romántica de un matrimonio normal (¿cómo saberlo?) es una boda, que en este caso se convierte en una expedición al pasado. Nosotros los de entonces ya no somos los mismos, decía Neruda abocado a una noche de ausencia. Es algo que solemos advertir, ese abismo temporal hacia lo que se ha ido, cuando vemos a viejos amigos después de mucho tiempo, en especial si hay un evento por medio, una función. Yo no soy la misma en una boda que en la playa, el trabajo de vestuario y maquillaje que hay detrás de ese espantajo con tacón y tocado Gaudí en que me convierto con tesón kafkiano para una ceremonia tiene más porte, más edad y más guión que la chica de coleta fosca que toma el aire en la playa como un lagarto pancho. La puesta en escena es necesaria en una historia, nombres, situaciones, ristras de palabras que nombran la especificidad de las cosas. "Desde fuera el hotel resultaba prometedor, como un antiguo refugio de montaña para esquiadores: fachada marrón chocolate, tejado a dos aguas muy inclinado, ribetes rojos en las ventanas". Así arranca el relato Una elección de alojamiento, en el que la boda de la atractiva Pam detona un pequeño gran conflicto de pareja entre Amit y Megan. La autora da cuenta, entre otras cosas, de la dependencia de un padre respecto a un hijo, de un estado de alerta maternal que no cesa, sino que se acentúa en la distancia, y es extrañamente compatible con la euforia de liberarse por unos días de la disciplina de la crianza. Tanto Amit como Megan se sienten cansados. Es algo que él le recrimina a ella, que siempre esté cansada. Pero hay una noche, esa noche que ellos podrían hacer especial, en la que ella quiere bailar y él no le tiende una mano; prefiere la soledad de sus pensamientos, escapar sin dar explicaciones del peso de los recuerdos de incógnito en la noche. A él  le puede la cobardía y la deja sola, en la boda de una antigua y admirada amiga de aire frívolo, con un vestido manchado en medio de una gente y un ambiente que él dejó atrás hace ya años. Pero que aún le pesa. Y del que necesita que le salve una mano solidaria, poderosa. La mano de una mujer que no ha perdido la esperanza.

domingo, 26 de mayo de 2013

La confesión de una mujer

Hace ya un par de años que está en casa, pero yo la descubrí ayer. ¿Cuánto tiempo tardamos en ver lo que miramos? Qué gran diferencia semántica entre dos verbos de partida tan próximos. A veces los días no bastan, necesitamos años para darnos cuenta (y eso si lo hacemos) de que en nuestro repetible horizonte cotidiano hay algo de valor, un tesoro emergido al mundo coloquial de la rutina.
No entraré en someras profundidades. Diré solo que, como no tengo demasiado tiempo para leer, ante el escaparate de algunas librerías y boutiques culturales de aspecto alternativo me siento presa del síndrome del comprador compulsivo. Ese que te impele a llevarte tres prendas cuando necesitas echar otras tres o cuatro del armario para aliviar su pesadez. El resultado, dejando la ropa aparte, es un acusado déficit con la literatura, libros y libros sin abrir que se van posponiendo una y otra temporada, convirtiéndose en objetivos difusos de mis tiempos libres, que son varios, breves e intensos como el buen café a lo largo del día. Una de esas lecturas que en mi casa quedaron aplazadas sin fecha es Tierra desacostumbrada, volumen de relatos de la escritora hindú-americana nacida en Londres Jhumpa Lahiri al que llegué gracias a Yolanda, de la Librería Nós. Podría decirse que el libro vino a buscarme a mí cuando yo indiqué a qué altura estaba del camino. Me precipito ahora al tercer relato de esta obra, tras una primera zambullida refrescante y una mucho mejor segunda inmersión. Me detengo aquí, en el relato Cielo e infierno, en el que el joven bengalí Pranab Kaku trunca el porvenir pasado de su estirpe al enamorarse de Deborah, una americana tipo con la que, solo un detalle, se besa en público ante el pudor de los suyos. Y ante la mirada de otra mujer. En realidad, de una mujer y una niña, madre e hija, con dos maneras encontradas de vivir en tercera persona, juez y parte, esa historia de amor mestiza. Lo que une a Pranab con su sueño americano, Deborah, es lo de menos en el relato de una autora distinguida con el Pulitzer, un romance de postal, sin los matices interiores de quienes lo viven, pues no son ellos quienes lo cuentan. La mirada desde la que nos arrojamos a esta historia dando un salto sin red entre culturas y generaciones distintas es la de la niña. Los ojos de la infancia lo cambian todo, ya sabéis. El resplandor que a veces hay en ellos es un oasis, una ilusión que no siempre encuentra el agua para crecer en tierra real. Es así en muchas ocasiones, pero eso no resta fuerza a la mirada, al contrario, le confiere una belleza capaz de desarmar al adulto engullido por la grisura habitual de la experiencia. ¿No es la ilusión la mejor manera de estar vivo? Los ojos de esa niña hindú afincada en Central Square y su admiración por Deborah pelean en el relato con la adustez de su madre. Dan como piedras en el muro de la desaprobación de esta mujer de prematura vejez que cuida la casa y vive para otros, marido e hija, y es en realidad la gran protagonista del relato. Hay una historia de suspense en cada mujer que sufre en silencio mientra pela patatas o ve a solas cada tarde una telenovela que aventura otras formas de vivir, reales o ficticias. El mal de amores prende bien en el heno, en la tierra acostumbrada. A veces, donde aparentemente no ocurre nada se consume una vida y está en juego la suerte de varias. Entre una madre y una hija hay un océano de cosas que en ocasiones se queda helado. Y, como diría Kafka, es necesaria un hacha para romper ese hielo. Una confesión que ayude a comprender el dolor soportado. O al menos a liberarlo.
(http://yovivoenella.blogspot.com.es/2011/01/jhumpa-lahiri-cielo-e-infierno.html)

jueves, 23 de mayo de 2013

Cuentos sin hadas

Portada de "Mi vida querida", de Alice Munro
Cuando una mujer escribe, la intimidad del mundo se siente atrapada. Se llama Alice Munro y los suyos no son cuentos de hadas, nada de historias ramplonas en los que las chicas se maquillan la complejidad para que la guerra de sexos resulte más clara y absurda, y donde la fantasía ofrece una salida de emergencia a lo que verdaderamente nos concierne. Alice Munro ha escrito el que será su último libro y se ha despedido con cortesía, con un dominio chejoviano de la atmósfera que nos desnuda de todo poco a poco, casi sin querer, sin ademanes que violenten la experiencia natural y sobrehumana del misterio. Yo la descubrí tarde, con la colección de relatos Demasiada felicidad, que me dejó en suspenso a la manera de un Carver misericordioso. Alice Munro no es blanda, pero habla de la dureza de la infancia, la adolescencia, la enfermedad, la vejez y la muerte con poesía. Con una sutileza de verso libre que se parece al primer amor. El amor, el pasional y el fraternal, es en el libro una herida que supura, que no se puede cerrar. "Nada en el amor cambia demasiado", escribe Munro. Y el relato se cierra, la pluma se detiene, no hay más palabras, y sin embargo no acaba. Quedan dentro tirando del hilo de nuestra propia biografía y sus alternativas la desazón, una antigua pérdida casi olvidada, la duda, la sorpresa. Los caminos por los que nos aventura Alice Munro son como los que abre un hijo, familiares, muy nuestros, y tan extraños a la vez como ese camino a casa que no se nos ha ocurrido tomar nunca. Grande es la fuerza de la costumbre, que pone el piloto automático y va adormeciendo los sentidos. Los aguza el último libro de esta escritora canadiense que recibirá el Nobel, Mi vida querida. Todo en él merece la pena, que es también alegría. Yo me quedo con el relato del salto de Caro, la historia de una madre que se vuelve hippy y se lleva a sus hijas a un nuevo estilo de vida más campestre y "natural". Pocas veces las cosas son como se ven a simple vista, la felicidad no siempre es ese pájaro libre tan seductor. Alice Munro ha llevado su escritura al meollo extraño de la vida y desde él nos cautiva, como un cuento de miedo en mitad de la noche oscura en una tribu. Hay maneras de contar que aún pueden mantenernos despiertos. Confiando en que no se acaben las palabras.

viernes, 3 de mayo de 2013

Palabras y palabros

Somos el tiempo que nos queda. Ese verso da título a una antología del último galardonado con el Cervantes. Al recoger el premio, Caballero Bonald advirtió el consuelo que ofrece la poesía, especialmente en un mundo en crisis, en el que las ventanas nos asoman cada vez un poco menos a la belleza del día laborado. La mirada hacia dentro puede ser una oración, hecha para suplicarnos a nosotros mismos fortaleza para seguir adelante, mirando lo que dejamos atrás. Solo así podrán corregirse las erratas de la historia, y en eso, según el poeta, también puede ayudarnos la poesía. Pues en ella se hace, como expresó otro escritor, la justicia de las cosas.
Hace varias primaveras, cuando aún teníamos los ojos vendados, nos reímos como hienas de las miembras que brotaron por gracia de una ministra, ¿o fue primero un ministro?, señalándolas como una malformación de género insospechada. ¿A quién se le ocurre, qué vendrá después: peritas, pilotas, soldadas y tenientas? Árbitras haberlas haylas, y también dependientas, pero cómo podría igualar un sufijo los grados y postulados de la escala militar. Para tenienta, la mujer del teniente, y a mandar en la intendencia del hogar. Si queremos ser justos, no finjamos ser ciegos. El género de las palabras excede el ámbito lingüístico, aunque operemos con el bisturí de las normas morfológicas. ¿No se rompieron por el forro con el insólito caso de modisto? Es preciso recordar que en su día a la modista le brotó por el jeto (perdón, por la jeta) una curiosa variante masculina, con el afán insepulto de dar un nuevo corte al oficio de tantas mujeres que no han pasado a la historia, y no será porque no han hecho méritos zurciendo la cotidianidad. Pero la laboriosidad es cosa distinta del talento. De partida, no suele disponer de un cuarto ni de un tiempo propios. Sigamos las costuras. ¿Por qué no sacarse de la manga un periodisto para el periodista varón, a semejanza de modisto? ¿Quizá porque el origen del oficio es más masculino que el género de la palabra? Qué palabra o qué palabro, ¡periodista!, qué rigurosa columna inspiró hace ya unos años a Pérez Reverte, académico y escritor. La indolencia puede resultar insultante, sobre todo si se ayuda de palabras a la caída, a las que se obliga a mentir por interés. El lenguaje parece haberse malversado en el ejercicio de la función pública. Y el conflicto rebasa el escollo del género. ¿Qué provoca más espanto, superado el impacto visual, un *istoria por historia, o un nazismo por escrache? Para responder no basta con recurrir al diccionario, es preciso ir más allá, a la historia misma, y también adonde habita la poesía, un vasto lugar en el que las palabras se examinan, calibran su hondura, sopesan sus matices y desechan las capas de cemento o barniz que les han ido echando encima. Ojo con las hipérboles, que pueden ser mortales. La poesía es más que un arma, piensa lo que dice, suele abstenerse de la caza de perdiz y el tiro al plato, busca la verdad. Un solo verso puede ser una advertencia sutil cargada de futuro, algo así dice un poeta. La poesía es también un alto en el camino conocido. La sorpresa en el camino transitado. Vicente Aleixandre dijo: Las palabras significan. Y otro autor advirtió que, en la literatura, la única moral es la exactitud. Defendamos la exactitud de las palabras, para que no se conviertan en sonajeros que emiten un sonido u otro según la querencia de la mano que los mueve.
No respetar el lenguaje significa empobrecer lo que somos.
Empecemos por las palabras más pequeñas, como hoy. Tiene un significado y es urgente.
Todo este tiempo que nos queda hasta la noche.
Hoy es el Día Mundial de la Libertad de Prensa.

jueves, 2 de mayo de 2013

Dulce y salada espera

"La casa era grande porque nuestros proyectos también lo eran".
Los buenos comienzos importan. También los grandes proyectos, aunque no se lleven a cabo o no terminen por convertirse en un hogar, como solía ocurrir en los ochenta. Las licencias poéticas son justas y necesarias, descubren que a veces los hechos son permeables al deseo y la voluntad de las personas. La frase en cuestión da inicio a una novela fresca, salada, diferente, que me llevé a la boca como un sarcasmo de kiwi un junio espléndido en que tenía un espléndido balón de playa por barriga. Entonces, yo estaba llena de vida por venir y John Fante, al que tal vez conozcáis por su álter ego, el antihéore Arturo Bandini, me sirvió un libro al gusto. Pese a tener buen apetito a todas horas y saltear sin complejos, ni ardores, anillas de calamar con albóndigas caldosas, el embarazo me deparó, además de 13 kilos extras, ciertas reacciones gastrointestinales a determinadas lecturas. Así como podía echarme al coleto cualquier frito, mi estómago premamá no toleraba cualquier libro. Me caían indigestas las grandes gestas épicas y esas historias de romanticismo light que una chica al uso degusta con placer en tardes primaverales hipercalóricas, comprendidas entre los polos opuestos (siempre atractivos) de un helado de vainilla y una manta de pelo. El caso es que John Fante (1909-1983), al que el poeta Charles Bukowski llegó a considerar un dios, rompió la estática del tedio al irrumpir en mi estado de ¿dulce? espera con un cuento tan grotesco como lo es, bien visto, todo lo real. En "Llenos de vida", Fante novela sobre Fante, un americano de clase media de 30 años que se gana la vida trabajando como escritor y guionista de Hollywood. He ahí un tipo felizmente casado, sobre el que de pronto se cierne la amenaza de un «bulto sinuoso, deslizante y escurridizo» ganando territorio en la barriga de su esposa, Joyce.

Sopla el aire de cine de los años cincuenta. En L.A., donde cada sueño tiene un decorado a medida, y siempre de fondo el hotel Bates, ese escéptico con raíz en los Abruzos que es John Fante afronta el embarazo de su esposa como lo que es... Él, un hombre, un ser humano normal, sin aspavientos hormonales, víctima irredenta de la revolución dermoestética e interior de la mujer que le dará su primer hijo, un heredero varón. En "Casa de verano con piscina", Herman Koch dice, o más bien lo dice su personaje, que todos los hombres desean un hijo varón, y en realidad todas las mujeres también. ¿Será cierto? ¿Acaso hay un temor oculto en mi boba fantasía de verme rodeada de tres niñas con bucles y botas de agua cantando y saltando bajo la lluvia? Fante hace del deseo del vástago una parodia quevedesca, regada con lambrusco. El personaje que borda en "Llenos de vida" es un observador acalambrado que, entre otras menudencias, advierte cómo «la desarmante zorrería de las bragas de seda» de su mujer se ve erradicada por blusas y combinaciones king size.
«Aquello era el matrimonio, aquel sepulcro, aquella vil prisión en la que un hombre impulsado por un deseo sobrehumano de ser bueno, decente e íntegro acaba haciendo el ridículo a las tres de la madrugada sin otra recompensa que la prole, y una prole ingrata por añadidura», escribe el futuro papá, encarado a un mero antojo. Frívolo, indolente, despreciable incluso, el personaje de Fante es conmovedoramente humano. Como un niño grande chafado ante un globo roto, ante un sueño cimentado sobre una colonia de termitas.
Las circunstancias pugnan con los grandes proyectos que deben anidar en la base de un hogar.
A veces solo el humor puede mantener el fuego vivo.

miércoles, 1 de mayo de 2013

El beso convertido en método

Vuelco aquí la entrevista completa que hice hace unos días al doctor Carlos González, autor de Bésame mucho. Se publicó el domingo, en versión reducida y editada, en el suplemento Extra Voz, de La Voz de Galicia. Su cuestionario aparecía junto a otro muy similar planteado a Eduard Estivill bajo el cliché Dos pediatras y un destino: La familia feliz, que he mencionado en un post anterior (http://elpieenlamarea.blogspot.com.es/2013/04/eduard-estivill-el-habito-hace-el-sueno.html).

Ha puesto los besos en los cimientos de miles de hogares «que desean educar como se hacía antes, con amor». Así se dirige Carlos González (Zaragoza, 1960) a los lectores de Bésame mucho, un modelo que insta a consolar al hijo cuando llora, a cantarle hasta que se duerme, a educarlo «comiéndoselo a besos», a no darle de comer por la fuerza o a vencer el complejo de ceder ante una rabieta infantil. «Nuestros hijos nos perdonan, cada día, docenas de veces», advierte el autor de Entre tu pediatra y tú. Defensor del colecho, afirma que los niños «nacen igual que lo hacían en la cueva de Altamira: con los mismos instintos y necesidades». Estar en brazos de sus padres es, a su juicio, una de las básicas que algunos «expertos» están invitando a desatender.

-Su libro “Bésame mucho” enseña a cuidar a los niños  “como se ha hecho toda la vida”. ¿No hemos evolucionado, es indeseable que lo hagamos en ciertos aspectos?
Por supuesto que hemos evolucionado. Y en muchas, muchísimas cosas, hemos evolucionado positivamente. El problema es que nuestros hijos no han evolucionado, nacen exactamente igual que lo hacían en la cueva de Altamira. Necesitan estar en brazos, necesitan atención día y noche, necesitan dormir junto a sus padres. Pero desde hace algún tiempo, algunos “expertos” se han dedicado a asustar a los padres: “si lo coges en brazos, si le haces caso, si duerme contigo, se convertirá en un, en un...” ¿En qué, exactamente? Solo prentendo que los padres sepan que criar a sus hijos como ellos desean, con cariño, consolándolos cuando lloran, cantándoles hasta que se duermen, comiéndoselos a besos, no hace ningún daño a los niños. Al contrario, les hace felices.

-Como dice en el libro, las madres de hace cien mil años no necesitaban libros ni expertos para educar a sus hijos. ¿Por qué cree que los padres de hoy recurrimos tanto a unos y otros?
Supongo que en parte es una moda, compramos libros sobre el tema porque vemos que “todo el mundo lo hace”. Pero también pienso que la capacidad de cuidar a los hijos, el “instinto maternal”, no es algo que ya tenemos de forma automática, sino algo que se va desarrollando con los estímulos adecuados. El estímulo es el niño. Los padres que pasan muchas horas al día con su bebé, y que son libres desde el primer día de atender a ese bebé como ellos creen conveniente, habitualmente van encontrando por sí mismos las respuestas. Los padres que pasan la mayor parte del día separados de su bebé, y encima, el poco rato que están juntos, les han ordenado “no lo toques, no lo consueles, no lo cojas en brazos...”, se encuentran muchas veces perdidos y desorientados.

-Escribe, dice, en defensa de los hijos, en defensa del amor como modo de aprendizaje. Un cachete, un grito o un insulto al niño no son admisibles nunca, diga lo que diga el doctor Spock. ¿Es así?
Se puede gritar, insultar o pegar a un hijo exactamente en los mismos casos en que se puede gritar, insultar o pegar al marido o a la esposa. Es decir, nunca. No entiendo cómo algunas personas pueden verlos como casos distintos, que incluso tienen nombre distintos; una cosa es “castigo físico” y otra “violencia doméstica”. Pues no, lo siento, es lo mismo. O peor, pues creo que la violencia es moralmente más reprobable cuando se ejerce sobre un ser más débil, que no se puede defender, y a quien tenemos la responsabilidad de proteger.

-¿Puede enseñarse al niño a ser disciplinado y respetuoso con los otros desde la comprensión y la permisividad absolutas?
¿Permisividad absoluta? No creo que eso exista ni pueda existir. No se trata de dejar que el niño coma caramelos todo el rato, o juegue con fuego, o pegue a otros niños. Se trata de decírselo de buenos modos, no a gritos ni a bofetadas. Igual que se lo decimos a un adulto. Porque entre los adultos no hay permisividad absoluta. Hay cosas que yo no permito hacer a mi esposa, hay cosas que mi esposa no me permite hacer a mí. Yo sé que no puedo romper los muebles, saltar en el sofá, insultar a la gente por la calle. Pero mi esposa nunca me ha gritado, ni me ha castigado, ni me ha sentado en la silla de pensar (y es una suerte, porque ya me tocarían más de cincuenta minutos). Simplemente, la mayoría de las cosas que están prohibidas ya ni las intento, porque algo dentro de mí me dice que eso no lo debo hacer. Y otras cosas, cuando las he hecho, mi esposa me ha dicho “por favor, no hagas esto”, y ya está. No es tan diferente con los niños. ¿Cómo enseñamos a nuestros hijos a no prender fuego a la casa? Pues habitualmente no hace falta enseñárselo, porque los niños presentan una notable tendencia espontánea a no prender fuego a la casa, a no tirarse por la ventana y a no sacarles los ojos a otros niños. Casi ningún padre ha tenido que explicarlo: “mira, hijo mío, no hay que sacarle los ojos a la gente porque...”. Las cosas que nuestros hijos hacen mal suelen ser bastante más leves, y basta con una explicación educada: “no pongas los zapatos en el sofá”, “vamos a lavarnos las manos antes de comer”...
-Ha salido en defensa de las vacunas, ¿por qué?
Porque veía padres que, engañados por ciertos médicos irresponsables, no vacunaban a sus hijos, o lo hacían demasiado tarde. Es importante seguir el calendario oficial de vacunaciones.

-¿Han mejorado los padres de hoy en el cuidado de sus hijos respecto a sus predecesores?
Tanto antes como ahora ha habido muchos padres distintos que han hecho muchas cosas distintas. Y no existen estadísticas fiables sobre lo que hacen los padres de ahora, y menos los de antes. Así a ojo, da la impresión de que ahora se pega menos a los niños. Empieza a estar socialmente mal considerado. Pero, por otra parte, nunca antes en la historia de la humanidad se había cogido tan poco en brazos a los niños cuando eran bebés, nunca antes habían dormido tan solos, nunca antes se habían escolarizado tan pronto ni habían pasado tantas horas al día separados de sus padres.

-¿Contra qué viejos mitos y tópicos hemos de rebelarnos hoy?
Ni sano, ni enfermo; un niño no “ha de comer”. Tiene derecho, como cualquier persona, a comer si tiene hambre y a no comer si no tiene hambre. Y con el sueño, hacemos cosas muy raras: por una parte parece que queramos que duerman mucho; por otro lado, les ponemos obstáculos: si les dejamos solos, a muchos niños les cuesta dormir.

-¿Hasta qué edad cree recomendable la lactancia?, ¿el pecho, a demanda?
La Asociación Española de Pediatría, lo mismo que la OMS y Unicef, recomienda dar el pecho al menos hasta los dos años, y luego hasta que madre e hijo quieran. Y, por supuesto, a demanda. ¿Cómo, si no? Todos comemos a demanda. Cada familia, en su casa, come a la hora que quiere, con la única limitación que imponen los horarios laborales o escolares. Ningún adulto cena a las ocho porque se lo ha mandado el médico o lo ha leído en un libro; cada cual cena cuando quiere o cuando puede, y adelanta o retrasa la hora cuando va al cine o cuando ponen un partido por la tele.

-Anota en su libro una cita de Unamuno que dice “Cuando duerme una madre junto al niño, duerme el niño dos veces”. ¿Apoya la opción del colecho en todo caso?
Básicamente un niño puede dormir en la cama de los padres, en la habitación de los padres pero en su propia cuna o cama, o en otra habitación. Y esas tres opciones básicas se pueden combinar de mil maneras. Lo que digo a los padres es que tienen derecho a elegir, en cada momento, la opción que mejor les funcione, la que les permita a todos vivir más felices y dormir más tranquilos.

-¿Qué recetaría a una madre con sentimiento de culpa?, ¿mayor entrega al hogar, renuncia al trabajo fuera, psicoterapia...?
No sé cómo tratar la culpa de las madres. Parece ser intratable. Las madres (al menos, muchas de ellas) parece que siempre se las arreglan para sentir culpa. Creo que hay que aplicar aquello de “si no vives como piensas, acabarás pensando como vives”. Tenemos que valorar cuidadosamente las necesidades de nuestros hijos, y tomar decisiones. Si crees que has hecho lo mejor que lo podías hacer dadas tus circunstancias, no tienes por qué sentirte culpable. Y si crees que podrías hacer algo mejor... pues hazlo. Por cierto, es curioso que uses la expresión “renuncia al trabajo”. Se inscribe en una especie de ética (o épica) del trabajo que hoy por hoy parece que solo afecta a las mujeres, especialmente a las madres. Los varones, en realidad, cuando conseguimos librarnos del trabajo, no pensamos que estemos renunciando a nada (bueno, al sueldo... pero si nos dieran la oportunidad de ganar lo mismo sin trabajar...). Cuando nos anunciaron que la jubilación se retrasaba a los 67, no oí exclamaciones de alegría, “¡qué bien, podremos realizarnos dos años más, ya no tendremos que renunciar al trabajo!”. Gastamos millones en loterías y quinielas con la esperanza de que nos toque un premio descomunal que nos permita dejar de trabajar.

-¿Cree que el padre y la madre pueden cumplir los mismos roles o intercambiar los papeles que se les atribuyen convencionalmente?
Hay un hecho evidente: el padre no puede dar el pecho. Por lo demás, pueden hacer los dos las mismas cosas. Pero el hecho es que todos los niños establecen una primera relación afectiva con una persona, la figura primaria de apego. No es obligatorio que esa figura sea la madre; puede ser el padre, el abuelo, la niñera, la cuidadora del orfanato... Lo que está claro es que solo hay una. Es decir, el padre solo puede ser la figura primaria si la madre es figura secundaria. Y a pocas madres les gustaría ser secundarias.

-¿Es realmente la guardería una mala opción para nuestros hijos?
Lo mejor para los niños pequeños es estar con sus padres. Más concretamente, con su figura primaria de apego. Cualquier otra cosa es peor. En los países socialmente más avanzados se respeta el derecho de los padres a ocuparse de sus hijos y se les dan todo tipo de facilidades.

-¿Podrían haber en algunas madres entregadas en exclusiva a sus bebés cierto egoísmo por cultivar hasta el extremo la interdependencia con el hijo o es un planteamiento absurdo o insidioso?
Eso son cuestiones filosóficas muy complejas. Define “egoísmo”. Si egoísmo es buscar la propia felicidad haciendo lo que te gusta, entonces tener un hijo cuando quieres tener un hijo es egoísmo, trabajar cuando quieres trabajar es egoísmo, leer un libro porque te gusta leer es egoísmo, irse de cooperante a África porque te sientes bien al hacerlo es egoísmo. Por otra parte, si lo que quieres conseguir es hacer a tu hijo dependiente de ti, lo que tienes que hacer precisamente es no dedicarle muchas horas. Los niños que tienen todo el cuidado materno que necesitan se hacen más independientes. Es la generación que fue a la guardería y que se quedó a comer en la escuela la que ahora no se va de casa. Nuestros bisabuelos estaban todo el rato con su madre, y se independizaban pronto.

-¿Pueden los besos y otras expresiones habituales de cariño echar a perder la futura autonomía y fortaleza emocional de los niños, o al contrario, la refuerzan?
En los primeros años, el niño aprende si es una persona importante, digna de aprecio, cuyas opiniones son respetadas, o si es una persona sin importancia, a la que nadie hace caso, sin derecho a opinar ni a decidir nada por sí mismo.

-Hay un proverbio africano que dice “Para educar a un niño hace falta toda la tribu”. ¿Cómo lo conseguimos?
Bueno, eso es lo que estamos haciendo, ¿no? Curiosamente, aunque el proverbio es africano, los niños africanos pasan muchas más horas con su madre que los nuestros. Nuestros niños pasan mucho tiempo con otros miembros de la tribu (abuelas, maestras, canguros...)

-¿Es un cachete a tiempo necesariamente maltrato?
¿Puede una bofetada a una mujer no ser un maltrato?

-¿Marcamos a nuestros hijos hagamos lo que hagamos?
Obviamente, cualquier cosa que hagamos va a influir. Y por supuesto infuirá más lo que hacemos miles de veces, día tras día, durante años, que lo que sólo hacemos ocasionalmente. Lo difícil es saber cómo va a influir cada cosa. Tampoco me importa mucho.

-Escribe en Bésame mucho: “En realidad, lo que mucha gente piensa cuando dice ‘’quiero que mi hijo sea independiente es quiero que duerma solo y sin llamarme, que coma solo y mucho, que juegue solo y sin hacer ruido, que no me moleste…” ¿Cree que tratar de hacerlo independiente responde en cualquier caso a un deseo del padre de desentenderse?
Lo que decía antes: si no vives como piensas, acabas pensando como vives. Creo que en general los padres no quieren desentenderse de sus hijos. Pero si les convencen desde el primer día con todas esas absurdas normas, “no lo cojas en brazos, deja que llore, no te dejes tomar el pelo, lo que tiene es cuento...” acabarán pensando que, en efecto, los niños son unos “pequeños tiranos” que solo piensan en fastidiarnos.

-¿Es posible aunar felicidad y disciplina?, ¿es posible aunar el apego a los padres con la autonomía emocional?
Pues claro. Es que la disciplina no es una cosa rara. No es algo que tienes que hacer de forma consciente. Yo soy feliz, y también tengo disciplina. Sé que tengo deberes, y que los demás tienen derechos, sé que hay cosas que debo hacer, y las hago, y cosas que están prohibidas y no las hago. Y mi esposa no necesitó seguir ningún “método” ni leer ningún libro sobre “educación de maridos”. Es que todos educamos a nuestros hijos, cada día, cada minuto, como el que hablaba en prosa y no se había dado cuenta. Y lo que aparentemente es muy difícil es llegar a tener autonomía emocional si antes no se ha tenido apego a los padres. El apego es una necesidad básica del ser humano y un requisito necesario para el correcto desarrollo de la persona.