Cada vez me gusta más la gente que se conoce. De hecho,
es el tipo de gente que más me gusta, superado ese umbral que separa las
malas de las buenas intenciones como motivación de unas y otras personas. Por
eso ha sido tan valioso para mí el hallazgo de Nikki Eaton, la hija indócil que
sufre por su madre en la novela Mamá. Es esta una joya de Joyce Carol
Oates que brilla en la oscuridad del zaguán familiar, allí donde se olvidan los
disfraces antiguos con libros y apuntes viejos, con muñecos sin edad y sin un
ojo, con piezas que una vez encajaron en algún sitio, todo envuelto en un CO2
de resentimiento acumulado tras años de disputas, silencios y malentendidos
familiares. La familia es como una obra de Ágatha Christie. En ella solo una muerte
descubre la auténtica trama, lo que hay de verdad en cada personaje
involucrado. Pero a menudo, quizá por supervivencia, interpretamos piezas costumbristas, educadas en el culto a los ancestros y su plata de ley. En ellas somos actores y a la vez testigos de nosotros mismos, congelados en estáticas fotografías que decoran el mueble de la entrada. Las celebraciones familiares están bien, son necesarias, deben serlo a juzgar por lo que se repiten; todos las sufrimos y las recordamos después con una vaga nostalgia, es cierto, esa clase de nostalgia que nace más de un deseo que del recuerdo de un hecho real. Esas quedadas instituidas alrededor de un pavo relleno o un bacalao con coliflor son puestas en escena en las que aflora nuestro talento para la interpretación o bien nuestro instinto criminal. Hasta en las mejores familias a veces suceden cosas, cosas de verdad, hechos imprevistos e impactantes, que arrasan los cimientos de un hogar para ver la calidad de su estructura. Un asesinato rompe la pauta de la costumbre en esa gran novela de Joyce Carol
Oates de la que hablaba al principio, Mamá, en la que Nikki Eaton se deja calar. Es una mujer extravagante que huye de la mentira, que se conoce y se
atreve a mirarse de frente, sin un cojín que oculte esa parte de su vida que no
quiere ver reflejada en el espejo. Siendo de papel, Nikki convence como un ser
de carne y hueso, porque es tan inclasificable y tiene tantos matices como sus
lectores. La entendemos, nos tiene en consideración pues no trata de engañarnos, la queremos. En cambio, Clare, la
hermana perfecta de Nikki, la hija perfecta, la esposa perfecta, la que siempre
hace y deshace y sabe lo que debe hacer, nos pone de los nervios desde el
principio, como el zumbido de una mosca que no deja de volar de un lado a otro
de nuestro cuarto. ¿Por qué no se detiene?, nos decimos. En mi vida he conocido a varias Nikkis. Gente auténtica, gente que se atreve a
conocerse, que sabe que no es exactamente buena ni mala, que es tan crítica y exigente o más
consigo que con los demás. Gente con fracasos asumidos y miedos al aire, con
una sensibilidad extraordinaria para medirse y entender a otra gente, aunque no
siempre sepa estar o qué decir. El saber estar es, en cambio, lo que domina
Clare, la hermana perfecta, o más bien el estar a secas. También conozco a
Clares, prácticas y diligentes, llenas de quehaceres, consejos y buenas
intenciones, enérgicas, resolutivas, en apariencia seguras, pero con un severo astigmatismo para lo elemental: las emociones, la extraña naturaleza de los sentimientos que nos hacen humanos y no siempre
buenos u oportunos. Me pregunto cuánto tendré de Nikki y cuánto de Clare, será tal vez según el momento. Creo que mi madre sabría decírmelo, pero nunca lo haría por
no herir mis sentimientos. Así se explica el tacto de Gwen, la madre de Nikki, con su hija, un respeto hacia su libertad que va mucho más allá de no censurar su corte punk de pelo o su exigua minifalda. La comprensión silenciosa de la que una madre es capaz.