miércoles, 25 de junio de 2014

El monstruo perfecto de Muriel Spark

Con permiso de Ana María Matute,
hoy mi nombre es Muriel Spark.
La descubrí con Mary Shelley, en la singular biografía que escribió sobre la madre del monstruo que inspira más piedad. No olvido a esa Mary Shelley, hija del intelecto y la emoción, casada con el amigo de Lord Byron. Cómo olvidar a la Mary Shelley que recreó Muriel Spark con una concisión poética de impacto. La narrativa de Spark es dura, como la de Flannery O'Connor, pero más grotesca. Como un té con churros y sobaos. Es la narrativa de una poeta. La ficción alucinógena de una periodista de sucesos. La forma de escribir de Muriel se parece a la forma de reír de Lise, capaz de espantar un tumulto, a todo el pasaje de un vuelo, con una carcajada. Lise es el personaje principal de El asiento del conductor, novela de Spark para leer dos veces en dos días, presa el lector de la frenética huida hacia delante que impele a Lise, que manda en la obcecación, que mueve la escritura escandalosa de Muriel. Desde el principio sabemos que algo va a suceder, algo de hecho está sucediendo continuamente. Sólo un psicópata pasaría de largo.
La agitación no cesa desde el momento en que Lise se compra un vestido y un abrigo de colores que hacen un conjunto atroz. Desde entonces los movimientos en apariencia intrascendentes de Lise son las brazadas visibles de todo el cuerpo de una mujer, de su psique atrapada en él, por encontrar a un hombre que sea su tipo. Dejémoslo ahí. Los pensamientos de Lise se delatan en sus ropas estridentes, que podemos visualizar aunque no hayamos tenido ocasión de ver la película basada en el libro. Llegamos al final a la carrera, sabiendo que no hay escapatoria.
Muriel Spark conduce la locura con los ojos abiertos. Rompe la piñata de la monotonía usando los palos como nadie. O como aquella noche junto al lago Leman lo hizo Mary Shelley. Las dos saben de dónde vienen los monstruos. Crear monstruos perfectos vagamente familiares, que duran mucho más que una noche de terror.

viernes, 20 de junio de 2014

La princesa más fea

"Ahorita te ponemos fea, dijo mi madre". Siete palabras. Una forma deliberada de ser el lenguaje. Un cuento del revés. Un mundo raro. Entrecomillo el inicio de Ladydi, así junto, como lo escribe Jennifer Clement, a la que descubro por casualidad ignorando el best-seller que dio sonoridad a su nombre. Nunca elijo un libro sin abrirlo y respirarlo un poco, y esta forma de elegir me ha llevado a perderme a grandes venerados autores de la literatura universal. Es algo que me avergüenza ligeramente, como un piropo o un insulto inesperado, pero me ha permitido descubrir a otros escritores cuyo nombre a algunos ni les suena. Sucede especialmente con autoras. No me refiero a Alice Munro, Joyce Carol Oates o Margaret Atwood. Ni siquiera a la serial writer algo snob Amelie Nothomb. Me refiero a autoras menos conocidas que llevan lo suyo escribiendo, como Hilma Wolitzer, Edna O'Brien o Jennifer Clement, que era a la que iba, por su novela recién salida sobre gentes infelices que no comen perdices: Ladydi. Es uno de esos libros que se viven, porque sus palabras tienen vida. Vida en el sentido más pleno. Huelen, saben, sufren, sienten sus raíces, dicen ahorita en lugar de ahora, voltear en vez de volver, ojos cafés y no castaños, marrones, negros. Y tú puedes revolver en las visiones de esos ojos con la cucharita de tu curiosidad. En las palabras de Clement explota el rojo radical de las amapolas, esas flores que resisten al veneno. Rebosa el sabor de la cerveza caliente. Saben también a herbicida, y alguna vez a beso recién llegado de la metrópoli, a esperanza  desnuda. Los hombres singulares de esta novela son una bendición, un oasis de sensualidad en el desierto de las mujeres abandonadas. Estamos en un estado de México del que huyen todos los hombres, rumbo al edén mercadotécnico de Estados Unidos. Allí se quedan, forman otras familias y olvidan el principio, olvidan Guerrero. Imagináis un lugar sin hombres? "Estar en un lugar sin hombres es como dormir sin sueños", escribe Clement. Lo que cuenta es una pesadilla que ha atrapado la realidad con sus tentáculos. Paraquat es una de las palabras claves, el nombre comercial del veneno que llueve en Guerrero, donde no hay hombres, donde nadie es alto, donde las mujeres se afean y se esconden para que los narcos no las roben y las prostituyan, donde la maternidad adquiere un sentido pleno acuciada por el calor, el veneno, los alacranes y las hormigas rojas. Por el poder del corrupto. La forma de contarlo de Jennifer Clement se moja en todo, evita la descripción desentendida y tediosa del desastre. Va al grano con una dureza poética extraordinaria. Va al hoyo en que deben agazaparse las niñas de Guerrero para que no las mate el veneno ni les mate la inocencia el narco, esa red de alacranes al servicio del poder del dinero.
El amor no es un sentimiento. Es un sacrificio, dice la madre de Ladydi, conectada a otros mundos posibles gracias a la parabólica que le regaló su esposo infiel.
Se sale de esta historia como de un un hoyo. Con el pecho dolorido, pero abierto del todo al oxígeno de la libertad. Volviendo a querer peinar a una de esas princesas con las que jugábamos de niñas.

sábado, 14 de junio de 2014

Borbones y anécdotas


Enfrascada en La maldición de los Borbones, de José Zavala, y La soledad de la reina, de Pilar Eyre... tras este guiso casero con sangre real que hice, con muchísima ayuda de Eyre, para Extra Voz.
Quiero saberlo todo sobre Isabel II! Aunque para reinas las de la casa, en el scalextic de su rutina, con sus brillos en la sombra, su historia de miserias y su desparpajo natural.




LOS BORBONES, UNA DINASTÍA EN PRIMER PLANO
Por hablar de un principio, esta historia comienza con Felipe V, el rey de la triste estampa, que se fue consumiendo entre vapores, hipidos y alucinaciones, viendo escorpiones en torno a su cama. Aquejado de una melancolía extrema, el monarca que inauguró en España la dinastía borbónica llegó a cambiar los horarios en palacio para vivir de noche y dormir de día. «Felipe V, creyéndose muerto, llegaba a morderse los brazos», relata José Zavala en La maldición de los borbones. Si entonces, inaugurado el siglo XVIII, alguien no gobernaba España era precisamente el rey. «Frenesí, morbo, manía y melancolía hipocondriaca» fue el diagnóstico desglosado de la locura crónica de un rey que de partida no se separaba de su mujer, la primera, María Luisa Gabriela de Saboya, a la que el voraz apetito borbónico no dio un día de tregua. Ella era un «demonio colérico», advierte Zavala, que en accesos de ira llegaba a dar palizas a su esposo.
¿Excéntrico cuadro de familia? La realidad de la realeza supera a la ficción en numerosas estampas, que parecen exclusivas de las sagas de sangre azul. Secretos, mentiras y azares mortales suelen vagar cual fantasmas comunes en familias como la real, apartados de una versión oficial de la historia que dista de ser exacta. La de los Borbones se remonta en España al rey que abre este álbum escrito, y conserva nombres y anécdotas curiosas en obras que mantienen viva la historia de un apellido ligado a la suerte de España. Enfermedades, infidelidades, amantes, hijos ilegítimos, trastornos, manías y tragedias planean en una nube de leyendas que desafían el pacto de silencio que, admiten los periodistas especializados, se mantiene en torno a la familia real. «Los Borbones arrastran una dura historia; es importante conocer lo que hay detrás de su fachada, de las fotos, de esos rostros sonrientes. Descubrir que han sufrido y que han tenido siempre la voluntad de volver a España y sentarse en el trono. Hay un dicho que apunta: “Los Borbones, vivos o muertos, siempre vuelven a España”», cimenta Pilar Eyre, autora de obras como Secretos y mentiras de la Familia Real y Dos borbones en la corte de Franco.
Ante los requerimientos del poder, el amor parece pura coincidencia en la mayoría de los matrimonios reales, concebidos como uniones de Estado, por más que Alfonso XIII, abuelo de don Juan Carlos, se casase, dicen, enamorado de doña Victoria Eugenia, Ena en la intimidad. Ena era portadora de hemofilia, una de las marcas de la sangre de esta casta, pero el rey insistió en quererla con la bendición de Dios. A causa del mal de la sangre el rey perjuro que se entregó a la dictadura de Primo de Rivera perdió a un hijo tras un leve accidente de coche, desangrado en Miami. El fantasma de la hemofilia cobró cuerpo en varias ocasiones en palacio e hizo que, cuenta Pilar Eyre, «los niños tuviesen que dormir en habitaciones sin esquinas, con los muebles envueltos en vendas para que, al estar acolchados, los infantes no sufriesen heridas».


Leyenda negra
Enfermedades y accidentes han alimentado una leyenda negra en torno a la familia que hoy se halla en la encrucijada. ¿Existe una maldición sobre los Borbones? «Ena, doña Victoria Eugenia, abuela del rey abdicatario, decía que ya le habían avisado sus amigos protestantes de que si se convertía al catolicismo la familia iba a estar maldita», cuenta la autora de La soledad de la reina. Ella quería alejar esa sospecha fatal de la dinastía, conocedora de la convicción de Franco de que el pueblo no quiere príncipes tristes. Solo muy al fondo en la mirada de don Juan Carlos, dicen quienes le conocen bien, puede verse la esencia melancólica que se atribuye a la estirpe. A ella nos remonta la difícil infancia de quien perdió a su hermano en un accidente que dio pie a diversas especulaciones, tan diferente a los primeros felices años de Felipe VI. «Cuando era pequeña —cuenta Eyre— pensaba que el hermano del rey había muerto de accidente de coche». El infante Alfonsito murió a causa de un disparo. El arma la empuñaba don Juan Carlos. «Yo he hablado con un íntimo amigo de don Juan Carlos que estaba en ese momento en Estoril [donde ocurrió la tragedia]; su testimonio me ha permitido descubrir todos los detalles. Todas las historias que corren acerca de que el rey Juan Carlos mató a su hermano son una canallada impresionante y absurda». Esa es también la tesis que defiende el periodista y escritor José María Zavala, quien eleva a don Juan Carlos y a Carlos III, por su papel en España, sobre el resto de los Borbones.
El gen de la infidelidad
Prominentes siluetas de alcoba lleva consigo el recuerdo de la figura de Carlos III, portador del supuesto gen que determina la propensión a las relaciones extraconyugales. Lo heredó Isabel II, Isabelita, que propagó el escándalo en la corte con su permanente infidelidad con el general Serrano. Tan sabia y culta como promiscua, dicen, halló el consuelo del perdón de su esposo, «porque nuestro enlace ha sido hijo de la razón de Estado». Los amoríos de la reina que ascendió al trono en 1833 han hecho historia, como su canalillo, y quedan expuestos a la mirada del respetable en libros como La maldición de los Borbones o Los amantes de Isabel II. Pilar Eyre localiza el gen en otras historias y el empuje Borbón en unas palabras que pone en boca del afectuoso don Juan, conde de Barcelona, en una de sus obras: «Los miembros de las familias reales somos unos sementales de buena raza y nuestra primera obligación es perpetuar la especie, procreando una y otra vez, sin cambiar de vaca», si es que admitimos al sagrado animal como sinónimo de joven esbelta y arrogante de nariz helénica. «Más que la hemofilia, la tara genética de los Borbones es la infidelidad —sostiene Eyre—. Casi todos han tenido relaciones extramatrimoniales. La mujer que se casa con un borbón lo sabe. Distinto es el caso de doña Letizia, pero Felipe no es muy Borbón en este sentido».
Alfonso XIII fue uno de los grandes seductores de su tiempo, sobre todo por rey; «tenía a las mujeres que le daba la gana: de la Corte, artistas... y don Juan Carlos es un gran seductor no solo de mujeres, sino también de hombres. Sabe tender puentes con las personas. Se parece mucho a su padre, don Juan, en quien se notaba que había sido muy atractivo y que tenía esa memoria legendaria de los Borbones», afirma Pilar Eyre.
Insólito sentido del humor
Un humor cambiante es otro de los trazos del temperamento borbónico, en las antípodas de una reina glacial como doña Sofía. La periodista que firma su biografía revela una anécdota: una vez en el convento en las Descalzas Reales, la reina estaba entretenida con las monjitas. El rey la aguardaba impaciente en la puerta. Y en su impaciencia mandó decir a la reina: «Majestad, lleva usted aquí tanto rato que don Juan Carlos quiere saber si va a quedarse en el convento». Ella, delante de todo el mundo, dijo: «Yo no, pero quizá a él sí le convendría».

viernes, 13 de junio de 2014

A lingua esperta de Yolanda Castaño

 Unha entrevista é o xénero máis lindo e máis tenso do mundo, con permiso da reportaxe. É cousa de dous. Tamén unha especie de encerrona para quen aspira a retratar a alguén ante os outros nunha lectura exprés, pois son as que moven as follas dun periódico.
Reteño aquí algo, moi pouco, de canto oín e vin,... quen non pode ver as palabras que amosan o que son!, en máis de hora e media de café coa poeta Yolanda Castaño. Coa Segunda Lingua conseguíu un novo premio. O libro naceu dunha inspiración que lle foi enchendo os petos a Yolanda de «papelitos», que xuntou e fixo obra un agosto á beira do mar en Málaga. Desa casa de amigas que o azar trocou en residencia de autora vén, dende o sur ao Norte en punto, A Segunda Lingua. É unha obra na que Yolanda Castaño espreme a lingua, as linguas que baten unhas coas outras, que ás veces se chiscan o ollo -ou unha fricativa velar-, e ás veces se abrazan case sen palabras. "Todos os abrazos son traducións", advirte a autora neste poemario irónico, erótico, metalingüístico e saboroso como a lingua. Como a lingua que falas contigo, con todo o que ela sabe, e conta e non conta, de ti.


 Vai o texto da entrevista que foi conversa moito máis longa, clara e cómplice...

ANA ABELENDA | As palabras preferidas de Yolanda Castaño (Santiago, 1977) «son as que saen da boca». O sentido do gusto admite varias lecturas no caso da poeta, neta de modista, que máis que nos ollos o atopa na lingua. Gústalle comer moito máis que cociñar. Non terá man para caldeiradas, pero é quen de mirar un linguado en fite. «As cousas menos lindas poden revelar significados», advirte. Un linguado, a dieta, o coche ou o Teleprompter habitan A Segunda Lingua, poemario co que a autora acadou o Premio da Fundación Novacaixagalicia 2013. «A Segunda Lingua é a lingua dos outros», aclara, un libro que nace da conxunción de varias circunstancias. Unha delas, un erro médico que fixo que a poeta estivese dous meses con media lingua anestesiada.
—«A Segunda Lingua» é tamén a propia, ¿non?
 —Claro. Pensa no contestador que di: «Si quiere que le atienda en castellano pulse uno, si quiere que le atienda en gallego pulse dos...». En Galicia o galego é o dous. E a cousa segue así, pulsas o dous e escoitas: «Le atiende Mari Carmen, ¿en qué puedo ayudarle? ¡Verídico!
—A realidade é difícil. ¿Como é a poesía?
—Caprichosa. Eu podo pasar anos enteiros sen escribir poesía e de pronto verme como un cadeliño á súa porta. O que me fascina é que ela de repente me diga «¡Agora!, non te deixo marchar». Hai algo que chaman inspiración ou disposición. Son eses momentos nos que estás esponxa. Eu sentín que tiña ideas, ideas, ideas. Apuntábaas en papelitos, no que tiña a man, nunha libretiña, no móbil.
—Pero un poema non son ocorrencias soltas. Require máis, ¿un cuarto propio?
—Un traballo de composición, obviamente. Un cuarto propio. Poder desfacerte do que che ocupa ou che distrae a diario. Eu neste caso non conseguín unha residencia, pero en maio do 2013 estiven no Festival de Poesía de Málaga. Alí unha amiga poeta e a súa parella dixéronme: «Imos deixar a casa baleira todo o mes de agosto, ¡vente!». Unha casa unifamiliar a tres minutos da praia. ¡O ceo! Elas marcharon, deixaron unhas chaves e dixéronme como se poñía a Thermomix. É que eu  son moi mala cociñando…
—¿Non lle dá a paciencia?
—Non sinto curiosidade polo proceso. ¡Só quero comer! Díxenme: se gaño algo con este libro, compro a Thermomix [risos].
—¿Recluíuse todo un mes no cuarto propio da creación?
—Ese agosto non saín das dúas mazás nas que estaba a casa e o supermercado. Só comín, durmín, fixen de comer, fun á praia e escribín. Cando ía rematando o libro, era unha sensación de tal euforia que cruzaba a carretera sen mirar. A produtividade foi moi alta. 
—¿O título é un chisco intencionado ao «Segundo sexo»?
—Atopeino o último día. O segundo sexo por suposto, pero hai moitas cousas...
—Na obra, poeta e palabra manteñen unha relación altamente erótica. Recorda a Ángel González: «Escribir un poema se parece a un orgasmo». ¿É así?
—Si. Isto está tamén na poesía de María Xosé Queizán.
—¿Que apoios bota en falta como escritora?
—En Galicia non hai un recoñecemento da produción literaria como tal. ¿Quen axuda a produción literaria? Aquí todas as axudas que hai para un libro son a posteriori.
—¿Hai cousas que non se deben contar?
—Todo depende do como. O como é a arte.
—¿Pode vivir sen escribir?
—Penso que non; escribir é o mellor que podo facer co meu tempo. O único patrimonio que podemos ter os poetas é un novo título. Eu débome á escrita. Cando a poesía chama por min… Si tú me dices ven lo dejo todo.
—Hai un sorriso moi cómplice neste poemario.
—É un libro máis reconciliado. Está escrito dende unha maior placidez.
—Pero é violentamente pasional ás veces…
—É un libro que xoga con lume, escribilo foi case como ter un monstro entre as mans... Pero si, volve o desexo.
—«Cando falamos acabamos manchados de linguaxe», escribe. ¿Que facemos?
—Desouvir a linguaxe, todos os ecos. Na poesía a linguaxe faise ouvidos xordos a si mesma. As palabras amplían os seu círculo de amizades.
—Nesta obra escribe tamén sobre as cousas que non se din. ¿Canto achegan?
—A poesía é un pacto entre o que se di e o que se cala.

Máis sobre Yolanda Castaño en La Voz de Galicia e El Pie en la Marea:

http://elpieenlamarea.blogspot.com.es/2014/03/entrevista-yolanda-castano.html

http://elpieenlamarea.blogspot.com.es/2013/09/fogar-de-poesia.html

martes, 10 de junio de 2014

Tratado de paternidad a lo bestia

ANA ABELENDA | «¿Pero dónde coño estás?». Con este disparo a bocajarro abre fuego Michele Serra. Les hablo de la novela que está conmocionando a miles de lectores en el mundo. La querrán o la repelerán, o ambas cosas a la vez. Pero no saldrán de aquí, de esta Toscana desmitificada de Serra, igual que entraron.
El libro es una pregunta con varias certezas, un exabrupto en la placidez de pega de las relaciones paterno-filiales, un golpe de honestidad encima de la mesa, un tratado descarnado sobre la paternidad en tiempos difíciles. Muchos se preguntarán ¿y cuáles no lo son?
He aquí a un padre y un hijo, dos seres únicos en su especie, dos especies distintas, dos líderes de tribus rivales. Pero un padre ya no es lo que era. «Una fragilidad materna reblandece mi aplomo viril. Soy consciente de sumar dos debilidades: el afán protector de la Madre, las exigencias de rectitud del Padre. Me veo socorriéndote y regañándote al mismo tiempo, caricatura esquizofrénica de la autoridad», confiesa con valor este ser en apuros. Y hoy tampoco los hijos parecen tan dispuestos a pisar nuestras huellas. Quizá porque nosotros tampoco querríamos que lo hiciesen.
El autor de Los cansados escribe una carta abierta, una declaración de guerra con alma secreta de armisticio de paz, por el bien del mundo que ha heredado y quiere legar a su hijo. Este diálogo con el silencio del hijo que establece Serra con un sentido del humor radical, de factura claramente periodística, es un exorcismo. El padre se atreve no solo a mirar y retratar sin piedad a «los cansados» (jóvenes, hedonistas, hiperelectrónicos, siempre en modo avión, habitantes de un exceso con calcetines sucios apilados en las esquinas). También reconoce debilidades, incoherencias y prejuicios propios. Muy ilustrativa la tópica charla que se dispone a afrontar el padre con la profesora de su hijo, o esa otra en la que «un fulano» con pintas le para y le dice: «Usted no me conoce, pero yo le conozco a usted. Soy el tatuador de su hijo. Debería hablar más con él».
Serra se procura un álter ego a la altura de su sarcasmo, Brenno Alzheimer, decidido a librar la Gran  Guerra Final entre Viejos y Jóvenes; y en ese otro yo ficticio su frustración se despacha a gusto.
Vulnerable, histriónico, apocalíptico en su juicio sobre un mundo agonizante se muestra el autor de esta obra de lectura obligada, donde el mito de Narciso crece en una tienda de sudaderas de moda con dependientes modelo.
Michele Serra libra una lucha a muerte con toda la historia del padre que es y con todo eso que se espera de un hijo. Teme ser «el último eslabón» de la especie. ¿No es algo común? Pero este padre implacable y sobreprotector al tiempo entiende al fin lo que ninguna gracia concede sin esfuerzo: hay que separarse del hijo, perderlo de vista hasta verlo saludarnos desde lo alto. En una cima vital que quizá un padre solo alcanza tras su hijo, cuando este se vuelve y grita: ¡Papáaaa!