sábado, 6 de julio de 2013

Desatando cabos


Se me va el tiempo aflojando cordones. Y atando cabos. Mientras ayudo a mi hija a acomodar sus pies en unas zapatillas de esparto se me ocurre la idea que entre mis últimas lecturas hay algo en común, quizá es la respiración entrecortada que percibo en todas, como la de una persona que tiene miedo enfrentándose a ese miedo que tiene. De eso va esta historia, llevada al cine con Jeff Bridges y Kim Bassinger como protagonistas. Recuerdo la película. Creo que no llegué a verla, y sin embargo visualizo con detalle algunas escenas. ¡Qué excéntrico, diréis, recordar lo no vivido!, posiblemente Mary Shelley o las Brönte podrían explicarlo. En cuanto a mí, creo recordar incluso el día en que vine al mundo, la sensación de ahogo aquel mediodía de agosto y la pereza por desprenderme del arrorró del líquido amniótico de mi madre.
La novela Una mujer difícil nació para mí hace un mes, pese a los años que tiene. Fue una recomendación. Atraída por el título, empecé a leer: «Una noche, cuando Ruth Cole tenía cuatro años y dormía en la litera inferior, la despertaron los sonidos que produce la actividad amorosa, procedentes del dormitorio de sus padres. Era un sonido del todo nuevo para ella. Ruth había estado recientemente enferma, con una gripe intestinal, y cuando oyó por primera vez a su madre haciendo el amor pensó que estaba vomitando».
Leí con fruición, atragantándome a veces, unas 300 páginas seguidas. Sin encender más luces que la justa para entrever ciertas cosas y sin dejar de preocuparme por Ruth, una niña de 4 años rodeada de sombras espectrales. La de sus hermanos muertos de adolescentes en un accidente de coche, la de su padre (Ted) cuentista, retratista alevoso, bebedor y mujeriego, y en especial la de su madre, Marion, una mujer de belleza impactante atrapada en el limbo que se abre entre una experiencia traumática y el sentimiento de culpa. En la primera parte de esta novela de John Irving, la muerte y el amor mantienen una tensión ejemplar. Pese al excesivo dramatismo de la historia, o quizá por eso, por haber captado el autor el drama en toda su obscenidad, desde dentro, y también de este modo poco remilgado la vida de un matrimonio hecho harapos. Esa unión hecha trizas es el efecto de la erosión del tiempo, el azar y el encierro interior al que se han condenado Ted y Marion. Pese a la playa devastada en la que viven, cada uno bajo la andanada de su propio dolor, hay un instinto elemental arrojando piedras contra el cristal de la tristeza, un grito de vida que revienta el silencio feroz de la noche y el tedio de los días sin miras.
Es Eddie quien lo propicia, un adolescente con inquietudes literarias y con los imperativos físicos propios de su edad. Su iniciación en el sexo tiene algo de la antigua luz de Banville, esa calidez enfermiza de la poesía de la experiencia, el aire cargado de una habitación en la que duerme un matrimonio normal, con sus años, sus vivencias y sus silencios configurando los matices de la atmósfera.
En esas primeras 300 páginas de la novela de Irving hay tanto dramatismo como tensión. Luego Ruth Cole se hace grande y el ritmo decae. Ya nada vuelve a ser lo mismo, pero en esa primera parte del libro, un salto al vacío de la pérdida de lo que amamos, no es posible apartar los ojos del papel, de esa frase, de la chaqueta rosa de Marion, de la foto en la que se ven las piernas de sus hijos, de otras muchas imágenes, o de la destructiva obsesión de Ted por desnudar impúdicamente a las mujeres con hijos. O de la vergüenza de alguna de esas mujeres.
Cuántas zapatillas sin cordones tendremos al fondo del armario. A veces es mejor no atar cabos. De hecho, dejarlos sueltos hace que la vida se parezca a un cuento de Alice Munro, donde cada final es un principio y donde cada convicción nuestra sufre un temblor, un desplazamiento de fallas tectónicas que nos deja perplejos, inmóviles, pendulando sobre un eje: Nada es de una sola manera.