martes, 22 de abril de 2014

El mundo recién parido

Desde que conocí ese mundo, ese mundo recién parido sin tiempo para darse nombre, no he dejado de soñar en él. Ya conocéis el comienzo, entre los más célebres y celebrados de la historia de la ficción, a veces real y mágica a un tiempo: "El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo". Cien años de soledad son muchos, de hecho yo misma, disculpad, le quitaría páginas a la historia de la saga Buendía, sabiendo que por ello locos ávidos voraces gabianos me llevarían al pelotón de fusilamiento. Disparen sobre mí un aguacero de palabras, fogosas letras de cartas de Florentino Ariza a Fermina Daza, y que la historia, todas las historias de la historia de Gabo, continúe siempre como una marea musical a la hora de la siesta.
El comienzo del mundo es como lo escribe Márquez, extraordinario y natural como un parto, y  yo no olvidaré a los Aurelianos, que viven en mi casa, bastante cerca de Comala, en un Macondo por el que se pasean a menudo la Clara y la Alba de Isabel Allende, con la sonrisa de mi madre a contraluz, leyendo de nuevo ciertos pasajes. Señalando con el dedo las emociones que solo algunos saben nombrar.

Mira, mamá, ella les deja pintar en la pared!...
Ya, ya... En la ficción todo es mejor.
Ay... pero qué sería de ella sin realidad?
Y de la realidad sin la ficción?

He crecido pared con pared con la abuela de Gabo. Dormía en la habitación de al lado cuando yo soñaba también. ¿La abuela de la que él aprendió a escribir es la que a mí me enseñó a hacerlo? No había ido al colegio, no sabía leer, pero me crió con pan de brona y miga de palabras; no me enseñó sus trazos, su forma azarosa, me mostró su esencia, lo que late dentro de ellas, cómo respiran, lo que han vivido y contado por sí solas o uniéndose con otras, su extraño ser tan familiar. Las palabras de la tribu. Capaces de contarlo todo como sin saber.

García Márquez se ha mudado conmigo hace años a un piso de adulta infantil, pero tiene el don de la ubicuidad. Sigue también en casa de mis padres, en mi estantería de libros forrados con papel de revista o de regalo; en la casa familiar que han construido sin miedo, con una poderosa intuición y un sentido Caribe del ritmo sin par, sus palabras. Grandes en su sencillez, de colores intensos, palabras como tigres que se hacen pasar por gatitos y se dejan acariciar por los lectores tan confiados, asumiendo el riesgo enorme del amor. Gabriel escribe la casa, el fuego, la lluvia copiosa de días y días muy humanos, la escalera del tiempo, el sueño que no deja dormir en la paz del olvido a todas las generaciones que nos preceden y nos seguirán, el río Magdalena, la voz del agua que no deja de fluir pero atrapa el escritor en la redecilla de sus manos pacientes.

Viví la muerte de Santiago Nasar con extrañeza, casi como cualquier otra lectura de BUP, sentí compasión del coronel que aguardaba su carta, y me siento ahora un poco como él, esperando cada viernes la noticia que podría aquietar la desespera. Amé con toda mi adolescencia a los 20 Cien años de soledad, y me queda tanto Gabo por leer. Mientras tanto, me quedo, sin argumento, unida a él como la hiedra, con el autor de El amor en los tiempos del cólera. No es algo racional, sino muy Gabo. Me quedo entre todos los seres garciamarquianos de mi pequeño mundo realista mágico con Juvenal, con Fermina, con el incidente del jabón que puso en riesgo una sólida unión matrimonial, con ese loro en la casa de un último amor, de un amor que ha sabido envejecer, y así se quiere, con lentitud, con arrugas, con perdón. Y con el amor nuevo, largo tiempo engendrado, en el quizá siempre joven Florentino Ariza. No es siempre joven quien ama? Me quedo con las cartas del amor que sabe esperar. Con las palabras que dan a luz el misterio de la vida. Eso que va más allá de ella, a lo que Gabriel García Márquez fue capaz de dar nombre.


Escribo porque quiero que me quieran, dijo.

Te queremos.

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