viernes, 20 de junio de 2014

La princesa más fea

"Ahorita te ponemos fea, dijo mi madre". Siete palabras. Una forma deliberada de ser el lenguaje. Un cuento del revés. Un mundo raro. Entrecomillo el inicio de Ladydi, así junto, como lo escribe Jennifer Clement, a la que descubro por casualidad ignorando el best-seller que dio sonoridad a su nombre. Nunca elijo un libro sin abrirlo y respirarlo un poco, y esta forma de elegir me ha llevado a perderme a grandes venerados autores de la literatura universal. Es algo que me avergüenza ligeramente, como un piropo o un insulto inesperado, pero me ha permitido descubrir a otros escritores cuyo nombre a algunos ni les suena. Sucede especialmente con autoras. No me refiero a Alice Munro, Joyce Carol Oates o Margaret Atwood. Ni siquiera a la serial writer algo snob Amelie Nothomb. Me refiero a autoras menos conocidas que llevan lo suyo escribiendo, como Hilma Wolitzer, Edna O'Brien o Jennifer Clement, que era a la que iba, por su novela recién salida sobre gentes infelices que no comen perdices: Ladydi. Es uno de esos libros que se viven, porque sus palabras tienen vida. Vida en el sentido más pleno. Huelen, saben, sufren, sienten sus raíces, dicen ahorita en lugar de ahora, voltear en vez de volver, ojos cafés y no castaños, marrones, negros. Y tú puedes revolver en las visiones de esos ojos con la cucharita de tu curiosidad. En las palabras de Clement explota el rojo radical de las amapolas, esas flores que resisten al veneno. Rebosa el sabor de la cerveza caliente. Saben también a herbicida, y alguna vez a beso recién llegado de la metrópoli, a esperanza  desnuda. Los hombres singulares de esta novela son una bendición, un oasis de sensualidad en el desierto de las mujeres abandonadas. Estamos en un estado de México del que huyen todos los hombres, rumbo al edén mercadotécnico de Estados Unidos. Allí se quedan, forman otras familias y olvidan el principio, olvidan Guerrero. Imagináis un lugar sin hombres? "Estar en un lugar sin hombres es como dormir sin sueños", escribe Clement. Lo que cuenta es una pesadilla que ha atrapado la realidad con sus tentáculos. Paraquat es una de las palabras claves, el nombre comercial del veneno que llueve en Guerrero, donde no hay hombres, donde nadie es alto, donde las mujeres se afean y se esconden para que los narcos no las roben y las prostituyan, donde la maternidad adquiere un sentido pleno acuciada por el calor, el veneno, los alacranes y las hormigas rojas. Por el poder del corrupto. La forma de contarlo de Jennifer Clement se moja en todo, evita la descripción desentendida y tediosa del desastre. Va al grano con una dureza poética extraordinaria. Va al hoyo en que deben agazaparse las niñas de Guerrero para que no las mate el veneno ni les mate la inocencia el narco, esa red de alacranes al servicio del poder del dinero.
El amor no es un sentimiento. Es un sacrificio, dice la madre de Ladydi, conectada a otros mundos posibles gracias a la parabólica que le regaló su esposo infiel.
Se sale de esta historia como de un un hoyo. Con el pecho dolorido, pero abierto del todo al oxígeno de la libertad. Volviendo a querer peinar a una de esas princesas con las que jugábamos de niñas.

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