sábado, 13 de abril de 2013

El guapo de la casa


En casa siempre hemos sido más de Robert Redford (que volverá al cine con el Capitán América) que de Paul Newman. Dos hombres y un destino, cabalgar por los sueños de miles de mujeres sorteando las fronteras de la edad. Puede que la percepción del sexappeal sea cosa de familia, como ocurre a veces con el color político o el deportivo. Un hogar tiene corrientes naturales que no se remedian cerrando la ventana. De las que en ocasiones solo se puede escapar dando un salto al vacío. Es solo una manera dura, contemporánea, de hablar. La devoción por Bob frente a Paul era uno de los pocos gustos en común entre mi madre y yo cuando la adolescencia, que capeamos juntas pero no revueltas, amenazó con instaurar entre nosotras la ley del silencio. También las dos, curiosamente, torcíamos la cara en un desaire ante el brutal Marlon Brando, que empezó a gustarme de mayor (me refiero a mí, no a él). Tal como éramos de joven y polluela mi madre y yo, si yo ponía un punto, ella venía directa a mí con una coma escondida en la manga, o con un top de lycra (que, como sabréis, estira más que el punto pero envejece algo mejor). Más allá de nuestras diferencias en moda y del áspero tejido de la pubertad, ahí solía estar Redford, erguido en un porche colonial con la mirada perdida, llamando a la calma, o sobrevolando con su sonrisa de autor americana el tedio de las primeras tardes de un verano en el que nadie invitaba a un paseo descalzos por el parque, como en la película. Si acaso, a un helado de máquina o (chissss) a un corto en el viejo bar donde los ponían a 50 (pesetas). No sé bien de qué manera —así suceden grandes cosas de la vida—, Redford tendió entre mi madre y yo un puente. Como el del Kwai... o el del Miño. Que en la marea del tiempo va menguando, y acercando a la vez las dos orillas de un mismo río. 
El deseo femenino es un territorio complejo. Limita al norte con el pudor, al sur con el sentimiento de culpa y se pierde al este del edén por el archipiélago de recelos y remordimientos. Yo confieso que Redford no fue el único, yo que quería ser única en todo, como una pardilla más. En mi vida también había un lugar bajo el sol de Monty Clift. Y en ocasiones Bogart trasnochaba con su "pandilla de ratas" en el casino de mi psique, donde jugaban a los dados Nancys y dragones, instintos como la atracción y la repulsa. «Tranquilícese, encanto, no abofeteo bien a estas horas de la noche», ahí un Bogie de impacto. Eso son maneras y no las de Rob Lowe en su papel de príncipe, un guapo estático de cara cuadrada al que algunas quisimos por su naturaleza de póster. Corrían entonces los primeros noventa. Cierto que todos tenemos un pasado y que lo que contamos sobre él la mayoría de las veces dista de ser lo que ocurrió. Por eso algunas fotos congelan, además de un instante, verdades parciales que refutaríamos con gusto, y también la sonrisa del retratado que se encara a ellas pasado un tiempo que lo ha conducido a otro lugar. Pero volvamos a los sueños, a esa atmósfera difícil de capturar con un solo objetivo. Qué haríamos sin ellos. Efímeros, eternos, como los de Marlowe. Aunque conduzcan a veces a un callejón sin salida.

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